Fui a ver la obra «Dile a mi hija que me fui de viaje». Pensé mucho sobre ella:
La obra comienza fría. Tanto como una cárcel, como las dos mujeres. Pero, desde el inicio, hay destellos de humor. Choca ese primer «la Guía Michelín de los talegos del mundo». Ella está sola, totalmente. Sólo los recuerdos la salvan.
Aparece la esperanza, en forma de cielo y aviones. Se mezclan lágrimas y abrazos. Llueve azul, también sorprende. Ella está indefensa. Le pegan. Vienen las primeras preguntas. ¿Quién nos abraza cuando estamos solos, totalmente solos? ¿A quién se acude cuando todo es injusto? ¿hasta dónde puede llegar la insensibilidad del otro?
Y llega el dolor, y la soledad más absoluta: se siente vulnerable, igual que nosotros en cualquier cárcel de cuatro paredes. Incluso así, parece que hay una ventana que se abre. Siguen existiendo los caparazones de los otros, murallas infranqueables difíciles de escalar. Y el dinero, cómo no, los mismos problemas que en cualquier parte.
Una risa en medio de los gritos supone algo de calor entre el frío. Un abrazo inesperado contra la desesperación. Va surgiendo una evolución entre la actitud de los personajes, de lejos a cerca. Y se ve un regalo entre los escombros. Susurros con ecos.
Después, la rabia. Ella toma conciencia de la situación. «Ya no soy nada». El drama más profundo, dos manos que se agarran, desesperadas. «Te necesito». «¿Qué voy a hacer yo sin ti?». Necesitar a alguien, estar en sus manos. ¿Se puede ser uno solo, consigo mismo, sin la existencia del tú?
Los paraísos artificiales producen momentos de alegría. Efímera. Pero luego, vuelven las dudas. ¿A dónde vamos si salimos? ¿Qué hay más allá de los límites? ¿Cómo se le saca partido a tu libertad?». La cárcel se muestra como un escenario propicio para explorar los límites, por dentro, por fuera. Tiene, también, el miedo a salir, al cambio.
Los abrazos y el apoyo en la necesidad me recuerdan que lo humano, lo más humano, me emociona. Cuando el tú va a salir, vienen más preguntas. ¿Me aceptarán? ¿Cómo son mis propios miedos? ¿cuánto valgo yo? ¿puede el amor sostenerte cuando sólo es un recuerdo? Siento un escalofrío: cuando parece que no cabe más dolor, un grito me demuestra que sí, se puede seguir sufriendo. Una frase en el recuerdo: «Olvida a Jesús y tira palante».
Al final, como al principio, me quedo con más dudas. ¿Quién está detrás de esa puerta que nadie abre, que golpeas desesperada? ¿Oye alguien esos gritos desgarrados, lanzados al aire desde lo más profundo de la celda que eres tú, que es tu propia cabeza?