
La entrada al Gran Bazar de Estambul
Estambul. Pausa. La ciudad merece detenerse, despacio, en cada una de sus letras. Es-tamb-bul. Sílaba a sílaba, se te mete por los poros. Sin esperarlo, una e mayúscula inicia la travesía, una e que te explota con olores de mercado antiguo, de comida en la calle, de puentes sobre el mar sucio.
La vida de sus calles sorprende por la mezcla inesperada con que se muestra: pañuelos para las mujeres y barbas para los hombres, al estilo más puramente islámico, y tenderetes minúsculos de esencias y comidas, como en Marruecos, bebiendo y hermanándose de la tradición de países árabes más o menos próximos, pero también escotes y vaqueros ajustados, tatuajes y letreros luminosos, como gritando que esto también es -o quiere ser- Europa, que la modernidad aterrizó para quedarse.

Interior de una mezquita
El contraste resalta, más que cualquier otro aspecto, para el visitante. Es posible caminar por el Gran Bazar o, más aún, por las estrechas y serpenteantes callejuelas aledañas, e imbuirse de sensaciones parecidas a las que habrían de sentirse cinco siglos atrás por este mismo escenario. Se puede, además, penetrar, una a una, en los cientos -tal vez miles- de mequitas que se enseñorean en los más inopinados rincones; dentro, sin zapatos, el ambiente es acogedor, próximo pese a lo enorme de las construcciones y la altura de las bóvedas, mientras las letras en árabe hablan de Alá y Mahoma y sumisión a dios.

La Santa Sofía, en Estambul
Pero luego, fuera, más tarde que la última llamada a la oración haya retumbado junto a la puesta de sol, otro lugar renace: el de las calles más modernas done la luz y las farolas rivalizan por hacerse notar, con bares de música en directo y gente bailando en las terrazas. Las canciones se prolongan hasta bien entrada la madrugada, algunas en inglés, otras en turco, incluso alguna española. No es sábado, sino martes. Un martes cualquiera del mes de agosto. Las prohibiciones para musulmanes casi no sirven aquí. No es sitio para el Corán, sino para la fiesta. Turquía enseña fiera su espíritu laico cuando hace falta.
Y queda mucho más. Media ciudad en Asia, con un mar de por medio, que convierte un paseo en barco en una travesía entre dos continentes. También puertos, y carreteras, y millones de coches peleando por sus centímetros de asfalto, y camiones y autobuses. Y trenes, claro, siempre trenes. Los que amanecen en la ciudad inventada y los que paran horas en la frontera, territorio de policías estúpidos que se sienten fuertes frente a los pasaportes. Y, seguro, rincones imposibles de encontrar lleno de esencias, sabores a kebab y carne de cordero, botellas de agua por cincuenta céntimos, turcos simpáticos. Estambul. Llenando mi boca, mis oídos y mis palabras. Paladeándola. Essstammmmbuuuuuuuuuuuulllllllllll…………….
Oye pues a mí me han entrado ganas de darme una vuelta por allí…
¿No te suena a cuentecito, susurrado por las noches?
Oye, leí ayer este artículo y me quedé con ganas de decirte: WOW!¡Qué bien escribes! A mí también me dan unas ganas increíbles de irme para allí
Oops.. creo que se me olvido firmar. Soy Eli 🙂
Mu bien escrito. Pa mi que se ajusto todo a la idea que yo tenia de alli y me trajo recuerdos de momentos ya vividos, gracias.